lunes, 3 de septiembre de 2007

Se encontraron a destiempo...


Después de años de desencuentros, el destino los unió en una fiesta.
Sólo atinaron a mirarse, con ese deseo que sale por los ojos y
no hizo falta hablar demasiado.
La vida los seducía con su trampa.
Decidieron irse del evento para saldar deudas de piel pendientes.
A solas volvieron a mirarse, a desearse y comenzaron con un abrazo,
seguido de besos y caricias.
Se desnudaron, se respiraron, se olieron. Se acostaron, se sacudieron,
se impregnaron, quedándose dormidos como entre sueños.
Al despertarse se codiciaron, se iluminaron,
se fascinaron y se volvieron a elegir. Se confundieron, se disgregaron,
desfallecieron entrelazados. Se distendieron, se apretaron, se derritieron
en un abrazo, estremeciéndose al rozar sus cuerpos.
Se mordieron, se acometieron, se desafiaron a más, nada alcanzaba.
Se inflamaron, se soldaron y se contemplaron sin poder creer que estaban juntos.
Se buscaron nuevamente con absurdos intentos aún,
de resistirse a lo inevitable.
Cuando sintieron sus cuerpos marcados por el otro, se rehuyeron,
se evadieron, pero sin responder a la orden de basta,
volvían a acercarse presintiendo el desenlace.
No encontraban consuelo, el amor dolía.
El silencio era la mejor respuesta de ambos.
La vida los juntó intentando en vano cambiar sus destinos.
No querían ver la realidad porque les sobraban mil excusas.
Ella se levantó abruptamente y comenzó vestirse, sin mirarlo para no detenerse.
El cansado pero todavía inquieto, se vistió a su pesar.
No podían encontrar la salida del laberinto, el atajo sin riesgos, sin osadía,
lleno de dudas, de temores.
Volverían al refugio de sus vidas sin vida.
Una vez en la calle, se miraron largamente y al irse ninguno volteó la cabeza.
Había pasado mucho tiempo. Era tarde.
Irremediablemente quedarían en el recuerdo.
Bien ama quien nunca olvida.
La magia de sucumbir y el letargo de no animarnos a ser felices…